
Por estos días, hablar de licencias médicas es sinónimo de fraude. Pero lo que está en juego va mucho más allá del dato que encendió las alarmas -los más de 25 mil funcionarios públicos que salieron del país mientras decían guardar reposo-. Lo que revela ese número, en realidad, es el síntoma de un sistema hecho, literalmente, para que se abuse de él.
Me propuse entender cómo funciona. Identificar sus nudos críticos y pensar qué cambios podrían empujarse para recuperar el sentido original de este beneficio: proteger al trabajador enfermo. Porque lo que nació como una prestación social, hoy se ha convertido, en muchos casos, en un verdadero incentivo al engaño. Y no solo cuando hay irregularidades explícitas. Incluso en situaciones legítimas, el diseño actual promueve conductas distorsionadas en todos los actores: trabajadores, empleadores e incluso médicos, que muchas veces reciben un pago por cada licencia emitida.
En estricto rigor, el sistema debiera estar al servicio de la recuperación. Pero en la práctica, lo que tenemos es una máquina que favorece la ausencia laboral indefinida, sin fiscalización ni consecuencias. En el sector público, el subsidio es del 100% y no se exige ningún tipo de verificación. En el privado, la fórmula también está viciada: los primeros tres días de licencia no se pagan, salvo que ésta supere los 11 días. ¿Resultado? Nadie quiere una licencia breve. Todos prefieren estirarla.
Es un tema crítico: más de la mitad de la cotización obligatoria en salud se destina hoy a pagar licencias médicas. No a cirugías. No a tratamientos. No a prestaciones. Entre 2014 y 2022, el gasto por licencias creció un 131%. ¿Cuánto de eso se explica por el mal uso del sistema? Mucho más de lo que se quiere admitir.
Por eso vale la pena mirar afuera. Un estudio de las Cajas de Compensación y la Universidad San Sebastián, publicado incluso antes de que estallara el “caso licencias”, compara nuestra realidad con la de otros nueve países. Y la conclusión es demoledora: ninguno se parece a Chile.
En Francia, México o Uruguay, las licencias tienen un límite temporal de 365 días. En Colombia o Portugal, el monto del beneficio decrece con el tiempo. En Australia, se entrega un monto fijo según el perfil familiar del paciente. Y en los Países Bajos, el empleador paga el 100% del salario solo durante un periodo acotado, además de participar activamente en la reintegración del trabajador.
En todas esas experiencias hay una lógica común: establecer criterios objetivos, promover el regreso al trabajo, y evitar que el subsidio se transforme en una alternativa permanente a la actividad laboral.
Hoy, en cambio, lo que existe, es una bolsa común sin dueño, donde todos sacan y nadie pone. Médicos que emiten licencias sin límite. Empleadores que se desentienden. Trabajadores que extienden su reposo hasta donde convenga. Y un Estado que paga, mientras el déficit del sistema crece sin control.
Esto nos obliga a mirar el sistema. No se trata de castigar al enfermo. Se trata de recuperar el sentido de lo que este beneficio debiera ser: una herramienta de cuidado y protección, no una grieta para sacar ventaja. Porque si seguimos financiando lo que no corresponde con lo que no tenemos, más temprano que tarde, nos quedaremos sin salud… y sin sistema. Entonces, será demasiado tarde.