
Las primarias parecían, cuando se anunciaron, una pantomima. Un trámite diseñado para legitimar lo que se presentaba como una obviedad: la candidatura de Carolina Tohá. Había razones de sobra: ha gobernado el país en estos años difíciles, intentando enmendar con muy relativo éxito, los impulsos autodestructivos del presidente. Tohá parecía, y en muchos sentidos aún parece, la única capaz de contestar en el mismo tono de certeza cortante a Evelyn Matthei. Pero esa certeza se ha debilitado (tanto como se ha debilitado la seguridad que será Evelyn la contrincante final de la centro izquierda). La primaria ya no es una pasarela: es una elección que, de improviso, se volvió verdadera. En ella se ha puesto en juego qué significa la democracia, el progresismo, el pasado, el presente y esa idea cada vez más exangüe de que aún hay algo así llamado futuro.
Si la democracia fuese un LinkedIn, un concurso de aptitudes y méritos verificables, la ganadora sería sin duda Carolina Tohá. Toda su vida ha estado al servicio de la cosa pública. Tiene vocación por meterse donde las papas queman, y una resistencia serena a la tentación del aplauso fácil. Su franja lo sabe, y por eso la convirtió en una entrevista de trabajo: la mejor preparada, la más apta.
Pero si entendemos la democracia como un vínculo, una representación íntima entre el pueblo y quien lo interpreta, entonces Jeannette Jara asoma como indudable favorita. No hay nadie que encarne mejor el sentido común del votante común. Aun cuando milite en un partido que no cree, ni aquí ni en otras partes, en la democracia como la entendemos el común de los mortales.
Si la democracia es resiliencia, empeño, capacidad de sobrevivencia, el elegido no puede ser otro que Jaime Mulet. Si es entusiasmo, sentido del humor o falta de miedo al ridículo, si es voluntad pura y tolerancia al error, el ganador no podría ser otro que Gonzalo Winter. Lo cierto que la democracia es todo eso: entrevista de trabajo, dialogo ciudadano, concurso de belleza, fiesta y safari. En ella gana el que sabe más y el que no sabe nada, el que no se parece a nadie o el que se parece a todos. El orden de los factores altera por cierto el producto, pero no se puede saber de ante mano la fórmula que hará que el votante sienta que puede elegir un nombre sobre otro. Un nombre que se elige por sus características personales aunque se sepa que no va a gobernar solo y que al elegirlo a él se elige también a una serie de sombras o lumbreras que no salen en la papeleta.
En esta elección la eterna contradicción de la democracia representativa, la de tener que encantar a un pueblo al que se tiene, si se quiere ayudarlo de verdad, que traicionar, la de representar al hombre común sin serlo (porque ningún hombre común quiere o puede ser presidente), se vuelve a más visible que nunca en esta primaria en que la mejor política de su sector y su edad, se enfrenta no solo con un inesperado torbellino comunicacional sino con su propia dificultad de encantar a un votante que como T.S Eliot no aguanta tanta realidad.
Aunque esté gobernando la centro izquierda, esta elección es cualquier cosa menos una elección de continuidad. Boric y su legado están fuera del debate, como lo prueba la dificultad de Gonzalo Winter de encarnar ese mensaje. El votante de centro izquierda está llamado a elegir entre Bachelet I —la hija de Lagos— y Bachelet II —la madre simbólica de Giorgio Jackson—. Entre una Concertación que ya murió de muerte natural y una Nueva Mayoría sin mapa, extraviada en la herencia confusa del segundo gobierno de Bachelet. En él nació el discurso anti-élite que, sin embargo, no logró concretar ninguna de sus grandes reformas, atrapado entre su propia culpa y la tentación del estallido. La metáfora de los patines —hay que sacárselos a unos sin dárselos a otros— sigue operando como una síntesis de esa impotencia noble.
La negativa de la propia Michelle Bachelet a dar su apoyo a alguna de las dos candidatas con más intención de voto, prolonga la disyuntiva. Es ella misma, tanto como sus votantes, lo que no saben cuál de la Bachelet elegir, la que dejo el país con buenas cifras en casi todo menos el Transantiago. La que no logro mucho pero esbozó los proyectos de cambio que el Frente Amplio convertiría en sus caballos de batalla.
Tohá encarna la razón de Estado de Bachelet I; Jara, la rebelión ordenada de Bachelet II. Tohá es la política como ingeniería; Jara, la política como consuelo. La primera viene de la elite y quiere reconciliarse con el pueblo; la segunda viene del pueblo, pero carga con un partido de cuadro que desprecia a la elite aunque tiene la muy elitaria costumbre de estar en cualquier lado del mundo a favor de los que nadie más quiere (y sus pueblos detestan). No es una elección simple. Y no será, para quienes hemos votado siempre por la centroizquierda, un domingo cualquiera. No lo será tampoco para quienes están en otras trincheras: lo que está en juego es si el progresismo es capaz de rehacerse o si seguirá enterrado, entre elogios, bajo la lápida de sus propias contradicciones.