“No soy de aquí, ni soy de allá”, cantaba Facundo Cabral, ese filósofo de paradero incierto, que fue cristiano y pagano, borgeano y peronista, de izquierda y escéptico. En otras palabras, un democratacristiano sin partido.
Murió como muchos DC temen terminar: asesinado como víctima colateral en un asunto del que no sabía nada, en tierra ajena, acribillado por error frente a un aeropuerto en Guatemala. No es metáfora. Es destino.
La Democracia Cristiana chilena vive una versión más lenta —y más burocrática— de ese destino. No es de aquí y no de allá pero no de esa manera libre y vagabunda que declaraba para si Facundo Cabral. No es parte del Gobierno, pero tampoco de la oposición. No quiere ser de izquierda ni de derecha sino todo lo contrario. No quiere desaparecer, pero tampoco estar del todo. Flota, como un recuerdo, entre lo que fue y lo que ya no puede ser.
Y si hay alguien que encarna ese estado de suspensión permanente es Alberto Undurraga: ex alcalde de Maipú que no vivía en Maipú, ex ministro de la Nueva Mayoría (sí, la que incluía comunistas), ignaciano de formación, sonriente con la fuerza de los que ya no se permiten llorar.
Como el rey Salomón, Undurraga tiene que partir su partido en dos. Dividirlos entre quienes ven en Jeannette Jara la continuidad de Bachelet, y quienes ven en Evelyn Matthei la versión viable de Frei Ruiz-Tagle. Pero como son democratacristianos entre esos dos polos surge el viejo mito democratacristiano: el camino propio. Alguien que pueda encarnar sus contradicciones y llenar el corazón del partido de alguna fe misionera, algun encantamiento que pueda despertar de la tumba a Radomiro, Bernardo, Gabriel y hasta Eduardo el primero.
¿Y quién mejor para recorrerlo que Undurraga mismo? Solo al timón de un barco que renunció a izar las velas, tratando de no parecerse a los UDI que odia desde el patio de San Joaquín, ni a los comunistas, que es lo otro que un DC sabe que no puede ser porque no creen en Dios.
¿Ser qué, entonces? Ser o no ser, se preguntaba Hamlet. Pero esa pregunta esconde otra más esencial ¿Qué soy? ¿Quién soy? Alberto Undurraga Vicuña, como Claudio Orrego Larraín, es de aquellos que en la universidad eligieron el lado de los buenos, frente a otros que preferían pactar con los malos. Malos concretos cuando se trataba de la dictadura chilena; malos abstractos cuando se hablaba de Cuba.
La pasión por la pureza que los llevó a la política fue luego, como es natural, manchada por el poder, por la responsabilidad, por los papeles, los escándalos, los pactos improbables… y por el espejo. El espejo donde envejecen las convicciones. El espejo donde uno ve que la gente por la que sacrificaste parte de sus ilusiones y seguridades se va con cualquiera que le promete el oro y el moro. Sobre todo lo primero.
¿Cómo seguir entonces con el corazón limpio cuando el mundo es sucio? Los jóvenes de Iglesia que se fueron con la derecha de Kast no tienen esas dudas. Renunciaron a ser buenos para, en su lugar, intentar ser santos. No tienen dudas, porque saben que las dudas no renta en ningún mercado, ni siquiera en el del cielo impoluto al que acceden a veces rezando.
Pero ser bueno… ¿en un mundo tan malo? ¿Ser bueno y ganar elecciones?
¿Ser mejor y comportarse igual que los demás? Esa es la cruz invisible que se adivina detrás de la sonrisa férrea con que Undurraga explica la indecisión de su partido. Ese es su dolor. Y quizás otro peor.
Porque entre ser y no ser hay una tercera alternativa aún más devastadora: haber sido. Eso es lo que persigue hoy a la Democracia Cristiana en general, y a cada democratacristiano en particular. Fueron árbitros y goleadores, dueños de la bancada más grande, presidentes sin hacer campaña. Lo tuvieron todo y mas. Una vez se olvidaron de inscribir a sus candidatos y todo el sistema político se paro para que enmendaran su error.
Hoy son espectadores de su propio eclipse. Sufren de lo mismo que Inglaterra o Francia: la nostalgia del imperio perdido. Y, como ellas, culpan al empedrado. A veces se culpan entre ellos. A veces se culpan a sí mismos. Pero hay una explicación más simple, y más cruel, que les cuesta aceptar:
Son víctimas —como decía Shakespeare— de la burla del tiempo.
Y es irónico que se lo recuerde —con paciencia marxista y una ceja en alto— un partido más viejo y más pasado de moda que la propia DC: el Partido Comunista.