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El interés público y la regulación de empresas privadas: ¿Hasta dónde puede llegar el Estado?

Avanzar hacia directorios más diversos es una meta justa y urgente. Pero la clave del éxito está en cómo diseñamos el camino: combinando la ambición social del interés público con el respeto y el diálogo genuino con el sector privado.

Entre la inseguridad, la permisología, y el bajo crecimiento, Chile se convirtió hace dos años en el primer país del mundo en incorporar indicadores de participación femenina en su emisión de bonos soberanos.

La meta es clara: lograr que al menos un 40% de los asientos en directorios de empresas bajo supervisión de la CMF sean ocupados por mujeres antes del año 2031. Esta audaz política, nos obliga a reflexionar sobre: ¿Hasta dónde puede llegar el Estado sin invadir la esencia de la empresa privada?

El Estado tiene el mandato constitucional de velar por el bien común y, a lo largo de la historia, ha intervenido en ámbitos sensibles —medioambiente, libre competencia, derechos laborales— cuando se trata de empresas que captan recursos públicos, cotizan en bolsa o tienen derechos concesionados. Corregir desigualdades estructurales, tales como la baja presencia de mujeres en la alta dirección, entra legítimamente en ese espectro de acción pública.

Sin embargo, la autonomía y la propiedad privada son pilares democráticos que no pueden sacrificarse sin cuidadosa deliberación. La experiencia internacional de Francia, España y Noruega, muestra que la senda correcta pasa por mecanismos graduales: cuotas con dispositivos de “cumplir o explicar”, incentivos, o regulaciones acotadas a empresas emisoras o públicas, y sobre todo evitar una imposición rígida y unilateral.

El desafío chileno es profundo: en la actualidad, la participación femenina en los directorios de las empresas bajo la supervisión de la CMF alcanza al 14-15%, y el avance anual es insuficiente para alcanzar el 40% en los seis años que quedan hasta el 2031. El costo de no lograr la meta no solo será financiero —dadas las penalizaciones en la tasa de interés—, sino reputacional, afectando la credibilidad y competitividad internacional del país.

Por ello, es necesario preguntarse: ¿qué mecanismos garantizarán una transición realista y justa? ¿Cómo se equilibra el legítimo interés público con la libertad de los accionistas y el respeto a la autonomía empresarial? La legitimidad de toda intervención del Estado depende de la profundidad del debate democrático, la transparencia de los procesos y la flexibilidad para adaptar la regulación a las realidades sectoriales. La gran enseñanza de este caso es que los avances sociales más robustos surgen de una interacción virtuosa entre Estado y la empresa privada, que se fundamente en objetivos comunes, diálogo constante y una ruta clara de implementación. El desafío no es solamente definir una meta, sino cómo alcanzarla sin poner en riesgo los principios fundamentales que sostienen nuestra economía.}

Avanzar hacia directorios más diversos es una meta justa y urgente. Pero la clave del éxito está en cómo diseñamos el camino: combinando la ambición social del interés público con el respeto y el diálogo genuino con el sector privado. Sólo así podremos transformar metas audaces en logros reales y sostenibles, sin sacrificar los cimientos de nuestra economía.

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