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Gustavo Gatica: la izquierda frente a su mártir más incómodo

Gustavo Gatica quiso ser diputado por el Frente Amplio, el espacio que parecía esperarlo por edad y condición social. Pero el partido “de los no tan jóvenes” descubrió, tarde y mal, que ser víctima no basta para ser candidato, y que un escaño parlamentario no es la forma legítima de reparar un crimen de Estado

Gustavo Gatica es un joven psicólogo chileno. Vegano, músico, sonriente, amable, sin militancia política conocida. Sería un joven como tantos, o lo sería, si la violencia policial no le hubiese hecho perder la visión de ambos ojos, impactados por perdigones en medio de las refriegas del estallido social. La imagen de su rostro llorando dos lágrimas de sangre recorrió el mundo y se convirtió en el retrato brutal de la barbarie que encendía el fuego de la Plaza Dignidad, ese lugar donde todos, no solo la policía, perdieron la dignidad. Desde entonces, Gatica se transformó en un símbolo, y como todo símbolo, empezó a ser también un síntoma de una fractura más profunda, un temblor subterráneo que hoy agita la campaña de Jeanette Jara.

Gustavo Gatica quiso ser diputado por el Frente Amplio, el espacio que parecía esperarlo por edad y condición social. Pero el partido “de los no tan jóvenes” descubrió, tarde y mal, que ser víctima no basta para ser candidato, y que un escaño parlamentario no es la forma legítima de reparar un crimen de Estado. El Partido Comunista entendió en ese rechazo algo más profundo: no era solo decirle no a Gatica ni a su —poco difundido— programa, ni a sus pocos conocidos dotes de líder territorial, sino poner distancia con el estallido mismo, con su recuerdo, su fuerza, su urgencia y su folclore.

Algunos comunistas, no todos y no la candidata, pero también algunos en el Frente Amplio y más a su izquierda, sienten que negar como Judas la Plaza Dignidad y el Jardín de la Memoria es renunciar no solo a la historia reciente sino al mito futuro. Vender, por unos votos de centro que nadie ha visto y cuya existencia es dudosa, ese instante de gloria en que la izquierda radical interpretó el sentido común del chileno medio. Un chileno medio que aceptó no solo las formas desmedidas y alucinógenas de la protesta, sino también el fondo mismo de su programa de transformación total del país y de su historia.

Después vino el primer proceso constitucional y el plebiscito del 4 de septiembre. Todo volvió no solo al orden anterior, sino a una caricatura exagerada y aumentada de ese orden. Y según todas las encuestas, ese orden ganará las elecciones. Pero, de perder, se preguntan algunos: ¿no será mejor hacerlo con nuestras banderas, con nuestros símbolos? ¿No será mejor, antes de preguntarnos en qué nos equivocamos, recordar en qué acertamos? Porque lo que permitió que una izquierda radical que nunca pasaba del 5% se tomara el sentido común del país no fue un programa sofisticado ni un liderazgo intelectual: fue Gustavo Gatica.

Hijo de una clase media modesta pero educada gracias a la Concertación, y consciente de que su educación no era la educación de todos. Un joven de ideas y costumbres de primer mundo viviendo en el tercero —o, más bien, en el segundo— y sintiendo que habitaba en el cuarto. Alguien que aprendió de la democracia que tenía derechos, y del mercado que esos derechos tenían límites. Pero, sobre todo, una víctima innegable que, en cuanto tal, adquirió voz y nombre; alguien que empezó a ser alguien por lo que le quitaron, porque eso que le quitaron simbolizaba lo que a muchos más se les quita cada día.

La izquierda más radical supo de pronto que no podría convencer nunca intelectualmente a la clase media y popular de sus ideas, pero que sí podía conectar emocionalmente con ellas a través del estatus sagrado de la víctima. El sacrificio que, para René Girard, reconcilia y pacifica a través de la sangre de quien no merece sangrar.

Hoy, aunque el sacrificio haya perdido su carácter sagrado y la víctima no sea reconocida como tal por tantos que antes se conmovían con su sola presencia, esa izquierda sabe que renunciar a la lógica de que el dolor es una forma de razón y la víctima una forma de liderazgo sería un suicidio a largo plazo. Mañana —cree saber— el estallido volverá a ser visto como una primavera rara pero válida. Volver a la razón, al consenso, al pacto y al conciliábulo solo marginará más a los marginados, piensan quienes se identifican con los que no están, los que no pueden, los excluidos… y también los excluyentes. Para ellos no hay Jaraneta sin Gustavo Gatica, pueda él también subirse a esa carroza hacia la tierra prometida, que no puede ser nunca esta, la posible; quizá esté, como siempre, en la que simplemente habitamos.

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