Evagrio Póntico, un monje que se hundió en el desierto egipcio del siglo IV, sistematizó las tentaciones que acechaban a quienes huían del mundo. El papa Gregorio Magno ordenó después esas debilidades en la lista que conocemos como pecados capitales. Aunque nacieron para guiar a los ascetas en su búsqueda de purificación, hoy pueden servirnos como mapa teológico para entender a nuestros trajinados políticos chilenos.
En el caso de Evelyn Matthei es la ira. No solo esa que explota en chispazos de sinceridad y chuchadas limpias que cada cierto tiempo nos alegran la jornada y confirman que bajo el traje de candidata late un corazón humano, sino esa ira más sorda y continua, la sensación permanente de que todos los ataques son arteros y que siempre se ensañan injustamente con ella. Una ira que reclama venganza, que puede posponer o a la que puede renunciar pero sin que asome en ella la posibilidad de olvidar los agravios.
El pecado de Jeanette Jara es la pereza, que en la teología cristiana no es lo mismo que la flojera doméstica. La pereza es el pecado de los suicidas, de los que pierden la esperanza, de los que dejan de luchar y permiten que la vida simplemente suceda a su alrededor como una película ajena. Jara, sin duda una mujer esforzada, sucumbe a esa pereza espiritual que se manifiesta en no leer su propio programa y justificar todas sus faltas, sus errores y tropiezos culpando al empedrado como un escolar perpetuamente pillado firmando justificativos con la firma del papá.
En un sentido teológico profundo, la gula habita en Marco Enríquez-Ominami: esas ganas desesperadas de comerse el mundo entero y a todos los otros candidatos, la incapacidad patológica para medir ese apetito desmedido, para equilibrar la necesidad real con el hambre ficticia, siempre con esa cara de hereje incomprendido que nunca lo abandona.
La lujuria —también en su dimensión espiritual, aunque sus informes académicos en Estados Unidos van un poco más allá— es el pecado que define a Franco Parisi. No quiere gobernar Chile, sino seducir al país entero: llevarse a la nación a la cama, gozar una noche de pasión política intensa y desenfrenada, y luego irse sin explicaciones, hacerle ghosting desde Miami, olvidar hasta el nombre de la seducida que queda esperando una llamada que nunca llega.
La envidia es el motor secreto de Johannes Kaiser: esa envidia que él proyecta como el combustible de la izquierda, ese enemigo fantasmagórico en el que se reconoce cuando se mira en el espejo de su contrario. La envidia que se manifiesta también en la necesidad compulsiva de ser envidiado, odiado, desafiado, de habitar permanentemente en las pesadillas de los lindos, de los limpios, de los políticamente correctos que tanto se burlaron de él cuando todo dolía y él no tenía tribuna.
Pero el peor de los pecados, el que para la teología cristiana tradicional es el único verdaderamente imperdonable, el pecado que condenó a Luzbel —el ángel favorito de Dios— a la caída eterna, es el que tienta preferentemente a José Antonio Kast. Este no es otro que la soberbia. Esa sensación íntima y profunda de ser lo más parecido posible a Dios en la tierra. O la sensación vecina, igualmente peligrosa, de no estar hecho del mismo material frágil y pecaminoso de los otros seres humanos.
Kast es un hombre amable, gentil en las formas, afable en el trato cotidiano. No manifiesta su soberbia con vanidad burda u orgullo de nuevo rico, sino con algo infinitamente más perverso: con condescendencia. Con un desprecio que le brota del alma cuando siente que ha conseguido imponerse intelectual o moralmente sobre los demás. Es la sonrisa del que sabe que tiene la verdad en el bolsillo, la mirada del que cree que Dios susurra en su oído las respuestas correctas.
La soberbia de Kast no es la del dictador que grita órdenes, sino la del pastor que guía a su rebaño convencido de que él —y solo él— conoce el camino hacia la salvación. Un pastor tan convencido del camino que puede perfectamente dejar que sus ovejas se pierdan, se dispersen o caigan barranco abajo sin inmutarse mayormente. Es la soberbia más peligrosa: la que se disfraza de humildad cristiana, la que convierte cada opinión personal en mandamiento divino, la que transforma la política en una cruzada moral donde él encarna el bien absoluto.
Por eso, cuando Kast habla de familia, no está proponiendo políticas públicas sino revelando verdades eternas. Cuando critica a sus adversarios, no está haciendo política sino impartiendo justicia divina. Cada sonrisa suya esconde la certeza de quien cree tener línea directa con la providencia.
Fue precisamente esa soberbia, esa distancia glacial, ese desprecio apenas disimulado lo que le costó la elección pasada contra Boric. Es también la explicación profunda del fracaso constitucional del proyecto Hevia-Silva que protagonizó como figura tutelar del rechazo: la incapacidad de entender que los chilenos comunes y corrientes no siempre quieren ser sermoneados desde el púlpito de la superioridad moral. Es lo que aprendió —a regañadientes— que debía corregir en esta campaña, es lo que logró reprimir mientras era el patito feo de la derecha, el candidato sin futuro aparente que de puro testarudo no se integraba al comando de la Matthei.
Frío estratega cuando conviene, fino contrincante en los debates, maquiavélico Savonarola mientras perdía y podía permitirse el lujo de la pureza ideológica, ahora que encabeza las encuestas y consigue aliados y amigos inesperados en los lugares más improbables, vuelve la tentación ancestral de la soberbia a asomar su tridente y sus cuernos familiares. Regresa el diablo interno de saberse de otra especie superior, de otro color de piel espiritual, de otro nivel de pureza moral, de otra manera más elevada de actuar y vivir en el mundo.
La teología cristiana le tiene especial ojeriza a la soberbia no solo porque es el más grave de los pecados sino porque es el más contagioso. Esa soberbia se contagia como peste bubónica a sus adherentes más fanáticos. Soberbios ellos también, seguros de sí mismos hasta la prepotencia, arrasadores en las redes sociales, despreciativos con quien piense distinto, sin tener ni la mitad de la gracia personal o el currículum político del jefe que veneran. Se sienten ungidos por la misma superioridad moral, herederos de la misma pureza, soldados de la misma cruzada sagrada.
El gran pecador arrastra consigo a una legión de pequeños pecadores que, en su mediocridad, resultan infinitamente más insoportables que el original.
Seguros muchos de ellos de que le pueden cobrar al mundo sus sucesivos fracasos personales y profesionales, sin entender que el éxito —su éxito y cualquier éxito— es fundamentalmente un accidente cósmico. Creen que merecen algo que la vida les debe, que su adhesión a Kast los convierte automáticamente en elegidos, en predestinados al triunfo y la reivindicación histórica.
Pero la soberbia es también el pecado capital que menos perdonan los chilenos. Un país cansado justamente de las certezas graníticas de una elite que nos mira desde arriba con disimulado asco, asqueado por el trato despectivo histórico de los caballeros chilenos de apellido, sediento de una horizontalidad política que comprenda sin condescender, que acoja sin paternalismo, que exija sin humillar y que perdone sin rencor.
Los pecados capitales se cobran, supuestamente, en el cielo prometido por las escrituras. Pero este pecado en particular —la soberbia que Kast no puede evitar visitar como quien vuelve a una adicción— puede costarle mucho antes la tierra prometida. Esa presidencia que tiene al alcance de la mano y que puede escurrírsele entre los dedos por la misma razón que perdió la anterior: por creerse superior al pueblo al que aspira a gobernar.