En el tipo de debate al que asistimos este miércoles suele ganar el que tiene menos que perder, que es también el que tiene más que ganar. Los demás apenas pueden aspirar a imponer un nuevo estilo —como fue el caso de Evelyn Matthei— o a recordar que siguen ahí, vivos y vigentes, como Johannes Kaiser.
Los que encabezan las encuesta en cambio no pueden darse el lujo de arriesgar nada. Kast lo hizo enarbolando su sonrisa condescendiente y haciendo gala de la displicencia que lo acompaña en los días difíciles. A Jeanette Jara alguien le susurró que sonriera menos y, en vez de seducir, se pusiera a convencer: un gesto que no está en su naturaleza y que la volvió más rígida de lo habitual. Marco Enríquez, Franco Parisi y Eduardo Artés tenían el encargo de jugar el papel de jóvenes interpeladores, pero sin ser jóvenes ni tener nada demasiado nuevo con que interpelar.
Lo único nuevo, inesperado e inaudito de este debate fue, sin lugar a dudas, la presencia de un señor cualquiera que iba pasando por ahí. Un telespectador más que, de hablar con su televisor, pasó misteriosamente a entrar en escena.
El telespectador que entró en la pantalla se llama Harold Mayne-Nicholls y, aunque es un histórico dirigente del fútbol chileno, le resulta más ajena que a nadie la retórica del triunfo individual y la competencia desatada en que se han empantanado el resto de los candidatos. Sin discurso preparado de antemano, sin programa conocido, Harold vino desde el sillón —o desde el jardín— a hacernos ver hasta qué punto el resto de los aspirantes está a punto de perder cualquier lazo con el sentido común.
Lo logró con un solo ejemplo: las minas antipersonales propuestas por Franco Parisi como método para combatir la inmigración ilegal. Minas que matan y destruyen física y mentalmente a personas. Victimas con las que ha trabajo Harold haciendo voluntariado por años. Personas de carne y hueso, que es lo que también son los inmigrantes —ilegales o no—. Inmigrantes que, como nos recordó este nieto de escoceses, son los abuelos o bisabuelos de casi todos los candidatos parados en ese escenario.
Mayne-Nicholls, lento, pausado, no del todo despierto —o quizá con la serenidad de quien no necesita aparentar energía—, siempre pareció sobrarle los segundos que al resto les faltaban. Con la tranquilidad de una conversación doméstica, habló de obesidad y de valores, nombrando una por una todas las ciudades y pueblos del norte que este antofagastino conoce. Esto justo cuando Franco —con la audacia que regala la ignorancia— lo acusó de no conocer el norte.
Es poco probable que esta aparición del hombre común entre esos políticos profesionales cambie demasiado los números de cara a la elección. Pero sería un error minimizar el impacto de la irrupción de Mayne-Nicholls en ese debate, donde parecía haber llegado colado, un paracaidista incómodo.
Esta escena evoca algo que está ocurriendo en otras latitudes. En Argentina, Milei y su partido perdieron por 14 puntos una elección municipal en el Gran Buenos Aires. Entre las causas de su derrota —además de la miseria que su programa de ajuste económico dejó tras de sí— está el agotamiento ante la retórica del odio perpetuo y permanente que es la marca de fábrica del presidente argentino. Algo parecido puede decirse de Donald Trump, cuya popularidad sufre un lento, pero no menos inexorable, desplome.
El escritor y diplomático argentino Jorge Asís predice que la nueva excentricidad de la política en su país no puede ser otra que la normalidad: probados todos los extremos, son los moderados, los predecibles, los únicos que pueden resucitar el deseo. Un funcionario sin brillo puede ser la nueva locura que enamore a los argentino. Un Anti Peron que sea al mismo tiempo un anti Milei.
Falta mucho para que esta profecía se cumpla, pero lo cierto es que el clima de alarma y urgencia perpetua en que vive la política desde que la pautan las redes sociales parece tener fecha de caducidad.
Después de todo, no todos se han trasladado a vivir —con cama y petacas— a Telegram, X o Instagram. Sigue habiendo mucha gente que, como Harold, ve la vida con parsimonia, optimismo informado y cierta vaga felicidad. Gente que no exagera demasiado, que tampoco se toma demasiado en serio a sí misma y organiza desde completadas hasta Juegos Panamericanos como quien no quiere la cosa.
Esa gente que ama ser normal —aunque la normalidad no exista— y que, justo porque desciende de inmigrantes, quiere ser chilena. No figuran en la prioridad de nadie, pero son los que votan, los que deciden, los que esperan. Harold, uno de ellos, pasó por la tele para recordar simplemente la existencia de un tipo de Chile y de chilenos que todos daban por muerto. Harold probó que este muerto —el chileno normal— goza de buena salud.