Debatir, contrastar ideas y dialogar son las bases de cualquier democracia. No hay gobierno posible sin deliberación, sin confrontación de proyectos e ideas, sin la voluntad de convencer antes que imponer. Al final, eso es lo que está en juego: la competencia pacífica por el poder, ese delicado equilibrio donde las mayorías se construyen a partir de la razón, no de la imposición.
Por eso, cuando alguien decide restarse de los debates -especialmente después de haber criticado a su contendora por hacerlo-, el hecho no es menor. No se trata de una simple estrategia de campaña ni de un cálculo comunicacional. Es, más bien, una señal preocupante de cómo se entiende la política: como un monólogo, no como un diálogo; como un escenario donde se declama, no donde se conversa.
Porque debatir implica asumir riesgos: reconocer límites, responder preguntas difíciles, exponer contradicciones. Pero también demuestra algo esencial: respeto por el ciudadano. Rehusarse a debatir, en cambio, proyecta soberbia y miedo a contrastar ideas. ¿Qué confianza puede generar alguien que evita la deliberación pública?
El designio del “yo me mando solo” puede sonar firme, incluso resuelto; pero en realidad encierra un germen autoritario, pedante y personalista. La democracia no se construye en solitario -aunque te crees tu partido, tu eslogan o tu canción, como si se tratara de una devoción cuasi bíblica-. Gobernar exige diálogo, negociación y apertura a la diferencia. Quien no se atreve a debatir en campaña, difícilmente lo hará desde el poder.
Y surgen preguntas inevitables: ¿Con quién gobernarán si rehúyen al debate de ideas? ¿Quién se sumará al equipo si los trataron de “derecha cobarde”? ¿Cómo justificarán, frente a un país que exige soluciones concretas, recortes a programas sociales para reducir el presupuesto? ¿Bajo qué legitimidad tomarán decisiones si ni siquiera quisieron someterlas al escrutinio del debate público?
La democracia se sostiene con votos y también con deliberación.
Los silencios, las ausencias y las evasivas no son estrategias: son síntomas. O, peor aún, la enfermedad. Cuando la política se vuelve rehén del miedo a debatir -a responder preguntas complejas, mostrar experiencia o equipos- deja de ser política y se transforma en marketing.
Porque, al final, los liderazgos que se temen a sí mismos son los más peligrosos. Y quienes no se atreven a debatir en campaña, mañana serán los primeros en dejar de escuchar y dialogar… pero, peor aún, los más ilusos en creer que, sin mayorías, podrán imponer.