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Fiscales: la deshonestidad de los honestistas

El honestista hace bien en llevar de vez en cuando a políticos a los tribunales. Pero no debe olvidar que la política no es un tribunal, y que, sobre todo, no pretende ser justa.

Después de diez años, esta semana se cerró el llamado caso SQM. La conclusión del tribunal no deja lugar a dudas: una década entera de declaraciones, papeleos, indagaciones, acusaciones, inhabilitaciones, totalmente inútiles. Una enorme pérdida de tiempo y dinero de la que es indudablemente responsable una fiscalía enamorada del brillo de las cámaras y alérgica a revisar las leyes y los códigos.

El fallo dice entre líneas algo aún más grave: los inculpados no fueron seleccionados por un mero criterio legal, según los antecedentes que obraban en su contra, sino que fueron elegidos a dedo entre muchos otros que podrían haber estado en su lugar. Se los eligió entre los más ruidosos, los más visibles, quizás los más molestos de la política chilena (Longueira el profeta de la UDI popular, Marco Antonio Enríquez-Ominami, el díscolo que rompió el equilibrio binominal de la política chilena). Así, este juicio a la política y a los políticos —legítimo y necesario en una democracia— se convirtió en un juicio político, algo que le está explícitamente vedado a los tribunales.

A la raíz de esta cadena de errores (y horrores) está el honestismo. Esta ideología cree que la corrupción política es un fenómeno individual, el resultado de la maldad intrínseca de algunos hombres malos. Corruptos que, tentados por el pecado, deben ser redimidos por fiscales y jueces justos, ayudados por una prensa siempre hambrienta de ángeles caídos y exterminadores.

Estos héroes de moral elevada, al hacer respetar no solo la ley (que también, sospechan, está corrompida), sino una ética abstracta, salvan a la sociedad de su marasmo. Pero al hacerlo, instauran otra cosa: una cruzada. Una farsa de redención por vía judicial.

El honestismo confirma una idea tan difundida como simplista: que la élite gobernante es un nido de víboras que ha llegado al poder para quitarte lo que es tuyo: la libertad, el futuro, el dinero. Su correlato emocional es el resentimiento. Y su coartada ideológica, el ideal meritocrático.

No por nada quienes encarnan esta cruzada —como el fiscal Carlos Gajardo en Chile— se presentan como meritócratas ejemplares. Ven la corrupción no solo como inmoralidad, sino como sabotaje al ascensor social. Y su cruzada contra ella tiene más de ajuste de cuentas que de convicción jurídica. Más de parábola religiosa que de litigio racional.

Muchos llegan a la carrera judicial por un auténtico afán de justicia. Otros, porque —aunque peor pagada que el ejercicio privado— ofrece escalafones seguros y prestigio social. Desde ahí pueden mirar con mezcla de desdén y castigo al caos de la política. Una superioridad moral sin matices, desde donde ya no se ejerce el derecho, sino el juicio final.

El honestista, que generalmente carece de brillo intelectual, denuncia lo que todos ven. En el caso chileno, el financiamiento empresarial de la política: un mecanismo inmoral y antidemocrático que todos, desde todas las veredas, aceptaban con una complacencia pornográfica.

El honestista hace bien en jugar al niño que grita que el emperador está desnudo. Su denuncia de los engranajes de la indecencia fue útil y necesaria, como lo fue en su momento la labor de los magistrados de Mani Pulite en Italia o la del juez Sergio Moro en Brasil. Ambos pusieron delante de la política podrida el espejo de la ley. Pero no tardaron en ponerse ellos mismos en el centro del espejo.

Al convertir la corrupción estructural de sus países en una telenovela con malos muy malos y buenos muy buenos (ellos), le abrieron la puerta a los populismos más desembozados. En Italia, la destrucción del sistema de partidos tradicionales allanó el camino para Silvio Berlusconi, quien irónicamente había construido su imperio con las mismas conexiones políticas que Mani Pulite denunciaba. En el caso de Moro, el premio fue claro: lo hicieron ministro de Bolsonaro, revelándose luego graves irregularidades en su propia investigación.

Perú se felicita a sí mismo por tener en prisión o bajo juicio a todos sus últimos presidentes electos. Pero los honestistas no se preguntan cómo tantos mandatarios, de signos, estilos y contextos distintos, mordieron la misma manzana de Adán. Les interesa dividir la política entre héroes y tumbas, y les cuesta asumir que un pecado que no se puede no elegir ya no es un pecado. Que un sistema corrupto es eso: sistémico, no personal. Y que castigar azarosa y ejemplarmente a unos y no a otros solo refuerza quizás lo más injusto del sistema: su arbitrariedad.

Chile enfrentó este dilema de manera peculiar. El entonces Fiscal Nacional Jorge Abbott planteó una suerte de amnistía en los hechos para los políticos involucrados. Fiscales como Carlos Gajardo y Pablo Norambuena se fueron indignados y se convirtieron en comentaristas judiciales, tarea para la que están muy bien dotados. Mientras tanto, el caso SQM continuó selectivamente contra figuras como Pablo Longueira y Marco Enríquez-Ominami, más por ánimo de vendetta política que por criterios jurídicos consistentes. Pero algo más importante ocurrió en paralelo: se implementaron reformas estructurales profundas. Se prohibió el financiamiento corporativo de campañas, se aumentó el financiamiento público, y se establecieron controles más estrictos sobre donaciones y gastos.

El precio fue alto: impunidad generalizada para la mayoría de los involucrados. Pero el resultado fue tangible: un nuevo sistema de financiamiento que, aunque imperfecto, cerró la puerta específica que permitió SQM. Fue un pacto implícito en el que se perdonó lo que hicieron a cambio de cambiar las reglas para que no se repitiera el mismo crimen. Este pragmatismo tiene precedentes: las transiciones post-dictadura a menudo negocian impunidad parcial a cambio de cambio institucional. No es justicia ideal, pero puede ser cambio real. Chile evitó el colapso sistémico de Italia o Brasil, mantuvo la gobernabilidad, y produjo reformas que el maximalismo judicial probablemente hubiera impedido. Sin embargo, este modelo plantea preguntas incómodas sobre quién decide ese intercambio entre justicia y reforma, qué precedente establece para futuras corrupciones, y si se cerraron todas las puertas a la captura del Estado o solo se sofisticaron las formas de ejercerla.

Nadie puede negar lo profundamente útil y necesario que son los honestistas a la hora de denunciar lógicas corruptas que se perpetúan a sí mismas y creen ser parte de la naturaleza. El honestista, a tiempo, recuerda que esas no eran las reglas del juego al que nos invitaron a jugar. Nadie puede dejar de felicitarlo por su valentía. Pero tarde o temprano una democracia que quiere ser justa, pero también quiere seguir siendo democracia, debe darle una buena medalla al honestista, un caluroso aplauso, y apartarlo de los expedientes y de los focos. Debe acompañar su denuncia con reformas estructurales que hagan innecesaria su cruzada. Y debe aceptar, quizás, que algo de impunidad puede ser el precio necesario para que esas reformas sean políticamente viables.

El honestista hace bien en llevar de vez en cuando a políticos a los tribunales. Pero no debe olvidar que la política no es un tribunal, y que, sobre todo, no pretende ser justa. La separación de poderes no es un capricho de Montesquieu. El cínico que se cree por encima del bien y del mal no es menos dañino que el puritano que cree que él es el bien y todos los demás son el mal. La democracia real, a diferencia de la democracia ideal, siempre será un poco deshonesta. Y quizás el verdadero pragmatismo democrático consiste en saber cuánta deshonestidad podemos tolerar para obtener las reformas que necesitamos.

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