Secciones
Opinión

Jara y el octubrismo

Todos los que nos identificamos con el centro político, los que nos sentimos orgullosos de lo conseguido por Chile en los “30 años”, los que creemos en los acuerdos, en la tolerancia, tenemos una responsabilidad este domingo. No podemos dejar que vuelva el octubrismo, que, como vimos, está esperando disfrazado y agazapado.

Primero tuvieron el descaro de intentar negar lo evidente. Según ellos, nunca se cantó “el que no salta es paco”, si no que “el que no salta es facho”. Después, cuando decenas de videos mostraron la verdad, se apuraron en decir: “eran unos pocos”. Otra mentira, no fueron unos pocos. En el acto de cierre de campaña de Jeannette Jara salió a la luz, de forma espontánea, la verdadera alma de su candidatura y su sector. El odio al que no piensa como ellos, el desprecio por Carabineros de Chile. Vimos al octubrismo más vivo que nunca. A ese octubrismo que ovacionó de pie a la “Primera Línea” en el Congreso, a ese octubrismo que disfrutaba destruyendo ciudades, a ese octubrismo que quiso botar el gobierno del Presidente Sebastián Piñera, a ese octubrismo que quería refundar Chile con su proyecto delirante de nueva Constitución.

Esa reacción espontánea del público no fue un accidente, ni un exabrupto aislado, ni un arrebato juvenil. Fue algo mucho más profundo: una demostración honesta —tal vez de las pocas honestas en toda la campaña— del verdadero ADN político de Jeannette Jara y de quienes hoy intentan vestirla con trajes que nunca le han calzado. Porque cuesta encontrar un acto de cinismo más evidente que verla intentar posar como socialdemócrata moderada, como una dirigente sensata, moderna, “dialogante”, cuando su biografía política es exactamente lo contrario. Jara no es una recién llegada a la izquierda radical: ingresó al Partido Comunista a los 14 años, y, hasta ahora, muy convenientemente, nunca había renegado, ni un milímetro, de esa identidad. No hay ambigüedad, no hay matices, no hay evolución democrática. Hay coherencia, sí, pero con el octubrismo, con el maximalismo, con ese espíritu que siempre se siente más cómodo en la calle que en las instituciones, y más cerca del bloqueo que del acuerdo.

Por eso sorprende el descaro con que hoy intenta encapsular su historia, esconderla bajo la alfombra y reemplazarla por un libreto de campaña que no resiste medio archivo de prensa. Durante el estallido social, Jara no fue una moderada, ni una voz prudente, ni un puente entre la rabia y la política. Estuvo ahí, marchando en medio del caos, compartiendo espacio con quienes celebraban la destrucción de la ciudad, quienes validaban funas, quienes azuzaban el degradante y fascista “El que baila pasa”, quienes atacaban a Carabineros como si fueran enemigos internos y no servidores públicos, quienes encontraban en el fuego y en el saqueo un extraño sentido liberador. Y lo hizo sin una sola palabra de condena. Ni una. Mientras Chile ardía —literalmente— Jara no encontró razones para alzar la voz contra los violentistas. Su rol fue exactamente el contrario: amparó, justificó, relativizó.

Y luego vino algo aún más grave. No sólo no condenó los delitos cometidos durante esos meses; decidió defender judicial y públicamente a quienes los perpetraron. Ahí está la diferencia entre la retórica y las convicciones, entre el disfraz y la biografía. Porque marchar al lado de la turba puede entenderse como desorientación, como exceso, incluso como romanticismo político mal encauzado. Pero defender a quienes ampararon la quema de estaciones de metro, el saqueo de supermercados, la destrucción de locales, los ataques a carabineros, a los que arrasaron con barrios completos, eso ya no es un error emocional: es una decisión política. Y es una decisión que define carácter, prioridades y lealtades. Jara eligió su lado. Y no fue el de la democracia liberal.

Que hoy pretenda encarnar la moderación es una ofensa a la memoria reciente del país. La socialdemocracia no se construye a partir del silencio frente a la violencia; se construye desde la convicción de que las instituciones importan, de que la ley no es una sugerencia, de que la convivencia democrática requiere límites éticos intransables. Jara nunca los tuvo durante el estallido. Y no los tiene hoy, sólo aprendió a administrarlos mejor para las cámaras.

El episodio de su cierre de campaña es, en ese sentido, un sinceramiento: cuando el guion no controla al público, aparece la verdad. Y la verdad es que el octubrismo nunca murió. Sigue ahí, esperando su oportunidad, buscando una nueva vía para avanzar su proyecto refundacional. Y Jara, por más maquillaje que le pongan, es parte de ese proyecto. No es una moderada disfrazada de comunista: es una comunista tentando disfrazarse de moderada.

El país ya vivió las consecuencias de ese experimento. Sabe lo que significó entregar poder a quienes confundieron violencia con transformación y destrucción con justicia. La pregunta es si quiere repetir la historia. Porque Jara podrá cambiar el lema, la música, los colores y las consignas. Pero el alma de su candidatura quedó expuesta en un solo grito del público: el octubrismo sigue vivo, y sueña con volver a mandar.

Todos los que nos identificamos con el centro político, los que nos sentimos orgullosos de lo conseguido por Chile en los “30 años”, los que creemos en los acuerdos, en la tolerancia, tenemos una responsabilidad este domingo. No podemos dejar que vuelva el octubrismo, que, como vimos, está esperando disfrazado y agazapado.

Notas relacionadas











Diálogo de ciegos

Diálogo de ciegos

Ambos optaron por eslóganes inflados y fórmulas ya vistas mil veces. Los inmigrantes fueron tratados como muebles que se reubican. Los delincuentes, como residuos que deben barrerse bajo la alfombra.

Foto del Columnista Rafael Gumucio Rafael Gumucio