Pocos egos podrían resistir indemnes al mar de alabanzas, coqueteos y entregas incondicionales que ha recibido esta semana Franco Parisi. No hay canal de televisión, radio o podcast que no haya recordado de pronto que, mezcla de mesías y profeta, galán e intelectual, mago y visionario, él supo ver lo que nadie más pudo vislumbrar. Los encuestadores y analistas que minimizaron su poder han caído arrodillados a pedir perdón. Cualquiera que se haya burlado de él, o de su hermana, ha debido emprender al camino a un exilio mediático desde el que les costara salir.
Nadie en su sano juicio puede, después de este desfile de arrepentidos, negar que aunque salió tercero el domingo pasado, Franco Parisi es el único ganador de la elección. Uno podría esperar que, ante esa entrega total, el ego de Parisi se desatara sin fronteras; que aprovechara la ocasión para vengarse del desprecio y recordarnos que él —y solo él— baila al ritmo de esa fabulosa orquesta perfectamente desafinada que los electores tocan al fondo del salón de baile. Su narcisismo asumido es, después de todo, parte de la mezcla que lo ha vuelto irresistible. Su físico, su nombre —Franco—, su fantasmal historia de éxito personal, son algunos de sus principales argumentos. Pero para sorpresa de todos, sin embargo, Parisi ha evitado hablar de sí mismo para enfatizar el papel del Partido de la Gente, esa agrupación que todos daban por muerta y que hoy funciona como una bisagra esencial del sistema político chileno.
En vez de hablar de su encanto, de su atractivo o de su visión, Parisi habla de “la pega”, a la que —según él— se ha dedicado pacientemente todos estos años en que los desatentos lo daban por muerto o fugado. La imagen de un Parisi que trabaja solo cada cuatro años y que solo aterriza en Pudahuel para arrebatarle votos a la derecha y a la izquierda es, justamente, la ilusión que él mismo alimenta. No está físicamente en Chile, es cierto, pero no deja de habitar las redes, que son el verdadero país donde todos vivimos. YouTube, TikTok e Instagram son su patria tanto como Alabama, ese estado del sur —ayer agrario y segregado, hoy suburbano y profundamente desigual— que es también, un poco o mucho, el Chile al que le habla. Piensa en una mezcla de inglés y chileno de patio escolar, pero es justamente el idioma en que piensas sus votantes. No tiene que rendir cuenta a nadie, y a nada, se contradice, como Whitman, porque “contiene multitudes”. Lo hace a través de cápsulas breves donde explica en simple, en fácil, en tonto, qué debería hacer el presidente, el ministro de Hacienda o el Banco Central para que Chile sea el país rico que, según él, no nos dejan ser.
Cada cuatro años Parisi cosecha ese trabajo paciente que consiste en diseñar fórmulas precisas, medidas concretas, explicaciones astronómicamente simples que le ofrecen a su electorado algo que no encuentran en ninguna otra parte: dirección. “Este es Franco” dice al comienzo de esta capsula y explica con una franqueza relativa, lo que el haría, pero sobre todo culpa a otros, siempre a otros por robar, engañar, ganar más que tú. Ese votante que desde Fra Fra en adelante vota por cualquiera que no sea ninguno de los otros recibe estas capsulas a la vez que las sesiones interminables de “Bad Boys” como un maná del cielo.
Parisi sabe mejor que nadie que él no inventó a ese chileno que no cree en nadie ni en nada que no sea él mismo (justamente lo único en lo que no debería creer). Ese chileno que piensa con reflejos de derecha, pero conserva una memoria emotiva de izquierda. Ese chileno que es su propio jefe, pero detesta por instinto el orgullo del Patrón. Sabe que, si él no estuviera en la papeleta, ese mismo elector votaría con la misma desesperada falta de fe, con la misma esperanza desconfiada, por cualquier otro.
Parisi sabe ser uno de ellos, pero también sabe que para conquistarlo lo primero es estar siempre ahí, nunca abandonarlo del todo. Aparecer solo entre una vuelta y otra, hablarle solo cada cuatro años, es inútil. Tan inútil como creer que conquistar a la familia Parisi basta para heredar sus votos.
El intento de la candidatura de Jara de seducir a ese electorado es más que ligeramente patético. No menos lo es la calma con que Kast supone que no los necesita. Ante todo y sobre todo, el votante de Parisi votó en contra de Kast pensando más o menos lo mismo que él. Ante todo y sobre todo, no votó por Jara porque alguna vez votó, o pensó en votar, por la izquierda o la centroizquierda. Ante todo y sobre todo, está esperando que alguien gane la elección de diciembre para volver a su lugar natural: la oposición.
Su ingenuidad es solo aparente: sabe que Parisi no es un buen padre, ni un buen esposo, ni un buen empresario, ni una buena persona. Pero lo prefiere porque no es lo otro: ni el jefe ni el presidente del sindicato, ni el cura de corbata ni la asistente social bien intencionada. No puede votar por un comunista, pero tampoco soporta que el jefe del equipo económico de Kast sea un entusiasta de la colusión.
¿Ni de derecha ni de izquierda? No. Muy de derecha y muy de izquierda, pero nunca donde los demás lo esperan. Ese es el voto de Parisi: un grito de independencia radical que, como la Penélope de Serrat, mira a los candidatos que llegan sonrientes a la estación y les dice, uno tras otro: “Tú no eres el que espero”.