Hoy resulta demasiado azaroso escribir una columna en un medio diseñado con colores amarillos, un medio que para los dirigidos por la inmediatez y por el sesgo ideológico resulta insoportablemente tibio.
Es que para quienes buscan lo que no pueden encontrar, el concepto de equilibrio, centro, integración resulta, además de aburrido, una utopía. Y yo soy militante de utopías.
Utopías que se sostienen en el largo plazo, el que siempre le va a ganar a períodos pendulares de cuatro años de fantasía de poder, cuando todos sabemos que el poder real radica en espacios que están mucho más allá de lo efímero de un periodo de gobierno.
Son solo cuatro años, aunque quien gane una elección se suponga eterno.
Pero como el éxito se mendiga y la gloria se conquista, el país debe sobrevivir y sobrellevar éxitos electorales sostenidos por discursos efectistas y más o menos acertivos, pero que poco a poco se van diluyendo en la práctica de gobernar con la realidad y con los resultados, desde dónde emergerá el nuevo relato de un ilusionista que será planteado como un cliché de moda.
Así es la política en tono menor cuando hay que seducir a un rebaño donde la ilusión supera a la razón. Y la política, cuándo ya existe una plataforma estable de país, se transforma simplemente en un juego dialéctico para ver quién se queda con la conducción transitoria de a esa plataforma construida hace años por verdaderos estadistas.
Chile, lamentablemente, ha elegido aceptar una política de extremos cuando no lo necesita. Apelar a las urgencias y emergencias que proponen inmediatez sin importar un modelo, es parte de una nueva política donde se juega con la falsa promesa de reinventar un país sin entender que ya existe un modelo establecido.
¿Acaso una nueva política está dada en promover a un sujeto independiente del modelo? Puede ser.
La inflamación de problemas, la amplificación del discurso agresivo, la inocente ansiedad del rebaño, son argumentos que se suman falacia de la libertad, la que se supone siempre de un solo lado, porque la del otro no interesa.
Desde un lado ideológico, la inmediatez provoca la loca idea que Chile tiene una deuda con el capitalismo, y del otro lado que tal vez el capitalismo a la chilena mantiene una deuda social con Chile.
Tenemos claro que no es así, que el capitalismo en Chile está vivo, no corre riesgos la libertad económica ni la expansión, a menos que factores externos de este mundo complejo transformen oportunidades en amenazas.
Ese mundo que hoy es impulsado por la Trump politic, más asociado a un partido de poker que al juego del Go, exige a países menos influyentes (salvo Brasil y Mexico) en nuestra región, esperar que la habilidad del jugador de póker nos de una buena mano a cambio de combatir toda idea diferente a la del hábil jugador. Obvio, que todo aquello que sea color rosa pálido, ni siquiera rojo, queda afuera de esa promesa de compartir la mesa.
Está claro que Trump es el ícono de la derecha, aunque lejos de ser un modelo de libertad en términos de mercados, de expresión y de diversidad.
Chile se acopló en esta elección al dilema comunicacional comunismo vs libertad para resolver los problemas de siempre, acción que necesita de una ideología insuficiente sino de una integración de ideas, las que pueden venir del socialismo o del capitalismo puro de acuerdo a las circunstancias.
Pero esos problemas de siempre que llevan a la insatisfacción social, que en Chile se refleja en el costo de vivir en términos de salud, de educación, de vivienda y de seguridad, ni la derecha conservadora (que nunca fue liberal) ni la izquierda progresista los han podido solucionar. Entonces hay que acudir a una vorágine de falsas promesas de orden por un lado y de justicia por el otro que no necesariamente implican progreso y prosperidad.
¿Qué tiene que cambiar Chile? Apertura económica, propiedad privada, libertad de expresión, seguridad institucional… La base está y hace bastante tiempo.
¿Será un momento de reformas para lo cual es imprescindible evolucionar en la convivencia social y cultural?
¿Entonces porqué dividir? Quizás solo para asegurarse cuatro años de poder imaginario.
Entonces, la palabra no es cambio, es evolución. No demos espacio a un retorno al pasado con etiquetas novedosas. Ni neopinochetismo, ni neocomunismo disfrazado.
Un país que tiene un modelo con el cuál ha llegado a ser un ejemplo de estabilidad e institucionalidad, debe entender que el arbol debe ser parte del bosque, que el corto plazo debe ser coherente con la expectativa del largo plazo.
En definitiva, en los tiempos por venir en el próximo gobierno, vamos a ver cómo los que se plantean como extremos salvadores del demonio que tienen enfrente, van a tener que gobernar desde un centro pragmático, y que sus gritos electoralistas serán superados por la base institucional.
La histeria por la inmediatez de poder tiene límites y finalmente será el tiempo el que determinará si viviremos en un país pendular o en un país tan estable como aburrido. Y eso que parece aburrido, es lo que da rienda suelta a la satisfacción individual y colectiva.
Por eso, paciencia. Cuatro años, no es nada.