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El último presupuesto del gobierno de Boric

Si bien se refuerzan partidas necesarias, sigue faltando una conversación honesta sobre cómo generar los recursos para sostener un Estado social robusto sin asfixiar la inversión ni seguir cargando al mismo grupo de contribuyentes.

El Congreso acaba de despachar a ley el Presupuesto 2026, el último del gobierno de Gabriel Boric. Más allá del titular de “acuerdo” y de las fotos de cierre en Valparaíso, la discusión presupuestaria de este año deja preguntas de fondo sobre prioridades, espacio fiscal y coherencia entre el relato y la realidad económica del país.​

El Presupuesto 2026 suma del orden de 86,2 billones de pesos, con un crecimiento cercano al 1,7% respecto de la ley vigente. No es una expansión menor, pero tampoco es un impulso fiscal significativo: habla de un gobierno que llega a su último presupuesto con espacio acotado y obligado a conciliar dos relatos que no siempre conversan bien entre sí: “más Estado social” y “consolidación fiscal”.​

El Ejecutivo presentó la ley como “social y fiscalmente responsable”, reforzando salud, seguridad, vivienda y educación, con más recursos para PDI y Carabineros, reposición de fondos para INJUV y ajustes en ciertos programas sociales. El énfasis en seguridad y en gasto social focalizado respondió, por un lado, al clima político y, por otro, a la necesidad de mostrar resultados en áreas donde la ciudadanía percibe serios retrocesos. Pero el alza del 1,7% en el presupuesto difícilmente cambiará por sí sola la trayectoria de crecimiento potencial o la productividad, dos variables ausentes del relato oficial.​

El proyecto fue aprobado tras negociaciones intensas en la comisión mixta, que debió resolver 14 discrepancias entre el Senado y la Cámara. La Cámara lo aprobó con 66 votos a favor y 35 en contra mientras que el Senado lo aprobó con 27 votos a favor y 1 voto en contra, tres días antes de vencerse el plazo constitucional. La combinación de una resistencia acotada en el Senado y fricción más visible en la Cámara refleja muy el momento político: nadie quiere cargar con el costo de un rechazo al presupuesto, pero tampoco existe un acuerdo genuino sobre el rumbo económico.​

Durante la discusión se cayeron glosas que permitían a los gobiernos regionales transferir recursos a empresas públicas vía Tesoro Público, lo que revela una tensión creciente en torno al uso de fondos regionales y al perímetro de acción de las empresas estatales. Este es un síntoma de algo más profundo: la desconfianza entre niveles de gobierno y el temor a que la expansión del Estado empresario se produzca sin los debidos contrapesos de transparencia y gobernanza tan necesarios como críticos.​

El gobierno insiste en que deja “margen de maniobra” al próximo mandato, gracias a una senda de consolidación fiscal que evita un desborde del gasto. Cierto es, que comparado con otros ciclos, no se observa una expansión desbordada. Pero también es cierto que Chile enfrenta un crecimiento mediocre, una inversión débil y una confianza empresarial erosionada, y el Presupuesto 2026 no contiene un giro claro en materia de productividad, innovación o simplificación regulatoria.​ El gran riesgo a mi juicio es que este presupuesto sea leído como un cierre administrativo más que como una hoja de ruta para destrabar el potencial de la economía chilena. Si bien se refuerzan partidas necesarias –nadie podría oponerse a mejorar salud, seguridad o vivienda–, sigue faltando una conversación honesta sobre cómo generar los recursos para sostener un Estado social robusto sin asfixiar la inversión ni seguir cargando al mismo grupo de contribuyentes. Porque un presupuesto realmente responsable no es solo el que cuadra las cuentas a fin de año, sino el que alinea gasto, reglas y prioridades con una estrategia clara de crecimiento, institucionalidad y desarrollo humano. El Presupuesto 2026 cierra un ciclo; lo que está en juego ahora es si el que viene se atreverá a abrir uno nuevo de verdad.

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