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La memoria selectiva de la DC

La DC, al renunciar a su espacio natural —ese espacio que articulaba el centro político y ordenaba la conversación democrática—, ha terminado empujando a parte de su electorado hacia proyectos que sí ofrecen certezas.

Esta semana ocurrió un hecho tan inédito como vergonzoso: la Democracia Cristiana decidió pasar al expresidente Eduardo Frei Ruiz-Tagle al Tribunal Supremo con miras a expulsarlo del partido. ¿El motivo de semejante castigo? Haber recibido en su casa al candidato presidencial de la derecha, José Antonio Kast. Nada más. Ningún acto ilícito, ninguna transgresión ética, ningún atentado contra los valores fundamentales de la convivencia democrática. Simplemente una reunión.

Para justificar lo injustificable, el presidente de la DC, Francisco Huenchumilla, recurrió a un argumento tan solemne como vacío. Según él, la conducta de Frei “lesiona la memoria histórica” del partido y del expresidente Frei Montalva. Un recurso retórico llamativo por su dramatismo, pero aún más llamativo por su inconsistencia. Porque ese mismo estándar moral no dijo presente cuando la DC decidió apoyar a una candidata presidencial proveniente de un partido que aún en 2025 reivindica la lucha de clases, justifica las violaciones de derechos humanos en Cuba y se deshace en elogios hacia el “liderazgo” de Nicolás Maduro. Nada de eso pareció, en su minuto, lesionar memoria histórica alguna.

Tampoco se escuchó a Huenchumilla indignarse en 2022, cuando la dirigencia democratacristiana llamó a votar Apruebo en el plebiscito del 4 de septiembre, respaldando un texto constitucional que contenía múltiples propuestas abiertamente contradictorias con la tradición socialdemócrata que la DC dice encarnar. Ahí, la memoria histórica pareció quedar convenientemente archivada en un cajón.

Podría enumerarse una larga lista de contradicciones, pero cada vez resulta menos útil insistir en ese ejercicio. Al final, la evidencia está a la vista, el partido que alguna vez fue el eje del centro político chileno ha optado por un camino suicida, reduciendo su identidad hasta convertirse en un vagón de cola del Frente Amplio y del Partido Comunista. Y ese extravío tiene consecuencias visibles: lo que alguna vez fue una fuerza robusta, capaz de lucir 38 diputados y 13 senadores, hoy apenas alcanza 8 diputados y 3 senadores. Esa es la verdadera lesión a la memoria histórica: las decisiones de sus propios dirigentes.

Porque mientras la DC defendió con orgullo la moderación, los acuerdos y la vocación de centro, vivió sus mejores años. Precisamente cuando Eduardo Frei Ruiz-Tagle estaba en La Moneda y el partido representaba una opción amplia, capaz de articular mayorías nacionales, es que la Democracia Cristiana se convirtió en un actor imprescindible. Era la DC del diálogo, no la de las trincheras; la de la gobernabilidad, no la del desplome ideológico.

La pérdida de identidad tiene otra consecuencia que Huenchumilla tampoco quiere ver: al empujarse a sí mismos hacia posiciones alineadas con la extrema izquierda, han forzado a una parte relevante de su electorado histórico a migrar hacia la centroderecha. El reordenamiento no es antojadizo. El primer síntoma se vio en el plebiscito de 2022, cuando por primera vez el país dejó de organizarse políticamente bajo la lógica del Sí y el No. La votación del Rechazo mostró que había una mayoría social buscando certezas, moderación y un sistema político capaz de proteger la seguridad y el crecimiento.

Ese cambio no fue pasajero. Tres años después, la distribución política del país ya no se parece al antiguo 55 versus 45 que por décadas estructuró al sistema. Hoy, más bien, asistimos a un nuevo 65 versus 35. En el primer grupo están quienes valoran la seguridad, los acuerdos, la tolerancia, la responsabilidad fiscal y el crecimiento económico como ejes del desarrollo; en el segundo, quienes siguen apostando por la divergencia identitaria, la confrontación y la exclusión.

La DC, al renunciar a su espacio natural —ese espacio que articulaba el centro político y ordenaba la conversación democrática—, ha terminado empujando a parte de su electorado hacia proyectos que sí ofrecen certezas. Y cuando un partido decide renegar de lo que fue, termina tarde o temprano enfrentándose con su propia historia. Esa es la ironía que Huenchumilla no quiere reconocer: no es Eduardo Frei quien daña la memoria democratacristiana. Es la propia dirigencia la que ha renunciado a ella.

La posible expulsión del expresidente Frei no es solo un gesto desproporcionado; es el símbolo perfecto del extravío. Un partido que alguna vez fue grande se ha vuelto pequeño no por culpa de sus disidentes, sino por culpa de sus decisiones. Y en política, como en la vida, cuando se pierde el rumbo, lo primero es dejar de culpar a los demás.

La Democracia Cristiana tuvo un pasado brillante. Lo que está en juego hoy es si tendrá un futuro.

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