El 42% obtenido por Jeannette Jara no es solo un mal resultado electoral, es un dato político estructural. Porque obliga a reconocer algo más profundo: el ciclo político iniciado en 2011 ha entrado en su fase de cierre.
Ese ciclo se articuló en torno a una promesa clara: transformaciones estructurales, centralidad de agendas identitarias y la convicción de que el recambio generacional constituía, por sí mismo, una ventaja política. Durante más de una década, ese marco logró ordenar la discusión pública, interpelar a amplios sectores sociales y disputar con éxito la legitimidad del orden heredado. El problema no fue su emergencia, sino su desenlace.
Cuando quienes impulsaron ese ciclo accedieron al poder, se confundió hegemonía política con hegemonía cultural. Llegaron al Gobierno, aumentaron su representación parlamentaria y tenían control casi total del primer proceso constituyente, lo que en un inicio los llevó a la convicción de que el país acompañaba mayoritariamente ese proyecto. Pero cuando se intentó traducir ese marco en leyes, reglas, políticas públicas y formas concretas de gobernar, la distancia con la sociedad se hizo evidente. No fue solo un problema de ejecución: fue una lectura equivocada de una ciudadanía que ya estaba cambiando.
Las urgencias se desplazaron con rapidez. Seguridad, orden, gestión y resultados visibles pasaron a ocupar el centro de la vida cotidiana y de la discusión pública. Y frente a ese nuevo marco, el progresismo no logró ofrecer respuestas convincentes. Siguió hablando desde el horizonte normativo, mientras la ciudadanía evaluaba desde el presente inmediato. El resultado fue una desconexión creciente entre proyecto histórico y experiencia cotidiana.
Por eso la derrota del oficialismo es también una derrota política del sector que representa el Presidente Boric. No solo porque pierden el gobierno, sino porque se cierra el ciclo del cual fueron su principal expresión generacional. La entrega de la banda presidencial a su principal adversario político no es solo un hecho institucional: es el símbolo de una clausura. El ciclo no desaparece del todo pues sus diagnósticos sobre desigualdad y malestar siguen vigentes, pero deja de ordenar la preferencia electoral y la discusión pública.
El desafío que se abre para la futura oposición es enorme. La amplitud del bloque que se unió en las últimas parlamentarias y presidencia, desde la Democracia Cristiana hasta el Partido Comunista, vuelve a instalar preguntas conocidas y no resueltas: quién ordena, desde dónde y con qué relato común.
El riesgo es evidente: optar por una oposición identitaria, más cómoda, pero irrelevante políticamente; o intentar una articulación que asuma la derrota como punto de partida para una síntesis nueva. En ese dilema, el rol del Partido Socialista se vuelve clave por su capacidad real de articulación. La pregunta es si privilegiará conformar una oposición amplia, alinearse definitivamente con el eje FA-PC o reconstruir una nueva centroizquierda. Esto no solo incidirá en la dinámica parlamentaria, sino en la posibilidad real de que el progresismo vuelva a constituirse como alternativa de gobierno.
Si el progresismo no es capaz de generar propuestas diferenciadoras respecto de la derecha en torno a las urgencias y, al mismo tiempo, reconectar su proyecto histórico, el ciclo no solo estará cerrado coyunturalmente. Estará, al menos por un largo tiempo, políticamente superado. No por la derrota de una elección, sino por haber dejado de ser una respuesta práctica a las preguntas del presente.
Ese es el verdadero saldo del cierre del ciclo iniciado en 2011. De aquí en adelante, el desafío no es administrarlo, sino redefinirlo si quiere volver a disputar mayorías reales.