El 2008 fue la primera campaña de Barack Obama que exhibió la importancia y la potencia de las redes sociales. Asimismo, el movimiento Occupy Wall Street -que surgió en la crisis subprime de finales de la década de los dos mil- operó como espejo de esas mismas ventajas, que una generación completa -sí, los millennial- adoptó como una marca de su actuar. Luego, la llamada Primavera Árabe, a fines del 2010, fue el clímax del impacto positivo de internet y las redes sociales.
Desde entonces estas “herramientas” se han convertido en un problema que no ha dejado de crecer. Pronto nos enteramos de Cambridge Analytica y entre 2013 y 2018 nos hicimos conscientes de que nuestros datos no eran ni tan privados, ni tan seguros, ni tan nuestros; no obstante, como reflexiona la académica alemana Mercedes Bunz, pese a saber que aquello que creemos privado en nuestros mails no lo es y que su uso está lejos de nuestro control, continuamos utilizando nuestra cuenta de correo y las plataformas de servicios que ofrece internet.
La generación millennial creció, algunos comenzaron a tener hijos o cargos de responsabilidad sobre las nuevas generaciones. El análisis crítico de la información difundida en redes entró al currículum, no sólo para ser “buenos lectores” digitales, sino para ejercer ciudadanía, y con ello evitar el surgimiento de burbujas de información y manipulación.
Los datos que están detrás de esta iniciativa son contundentes. PISA 2022 lo puso en cifras: Chile aparece en el tercer lugar mundial en distracción en aula por uso de celulares, según reportan los propios estudiantes. En promedio en la OCDE, quienes dicen distraerse por el dispositivo muestran una desventaja en matemática equivalente a tres a cuatros años de aprendizaje, y el uso recreativo por más de una hora diaria se asocia sistemáticamente a peores resultados. Pero el mismo estudio advierte que no hay soluciones simples: incluso en escuelas con prohibición, un quinto de los alumnos declara usar el celular a diario; y la norma escolar no garantiza un uso responsable en el hogar ni durante las horas de sueño.
Noticias como la prohibición absoluta del uso de redes por adolescentes australianos pasan por alto que estos dispositivos -celulares y sus múltiples aplicaciones y conexión a internet- moldean subjetividades. Por ello, tratar el fenómeno como “otro” tipo de problemas como el consumo de tabaco en lugares cerrados o directamente patrones de ingesta de drogas, ignoran lo que muy bien explica la académica del Reino Unido Luciana Parisi hace más de una década: los algoritmos no solo calculan, programan el deseo (razón algorítmica), en la interacción con ellos se crea la necesidad.
Sin ir más lejos, el reciente estudio promovido por la Corporación de Juego Responsable no solo mostró como se ha normalizado el juego online, especialmente en varones; sino que la edad de inicio a este “hábito” es alarmantemente temprana: 15,5 años. Por su parte, los datos recientes de la Encuesta Longitudinal de Primera Infancia, ELPI 2024, informa que la mayoría de los y las adolescentes usa redes sociales por 3 horas o más durante el día (incluso después de acostarse) y permiten identificar factores estrechamente asociados al este uso intensivo de pantallas, por ejemplo, la baja supervisión sobre actividades y uso del tiempo libre en los jóvenes o el autoreporte de sus dificultades de concentración.
Estas condiciones son propicias para la generación de un entorno de riesgo digital que favorece, por ejemplo, la masificación del uso de dispositivos de apuestas ilegales que hoy tienen capturados a muchos de nuestros jóvenes. Este fenómeno del “gambling” no puede analizarse solo desde la regulación o la ‘ética’ del consumo, sino como una tecnología del afecto y la vulnerabilidad: una máquina que traduce reacciones corporales (curiosidad, ansiedad, placer) en datos de valor. Son todos datos sin duda amenazantes. La ley que regula el uso de celulares en aulas es un avance, al menos, los restringe para estos espacios de aprendizaje.
Muchos de los jóvenes que hace 20 años atrás encontraron en internet un lugar, un espacio, un canal, para ser vistos y escuchados hoy han tomado esta medida de prohibición que como hemos dicho es válida y necesaria; aunque ya se vislumbra que insuficiente pues sabemos que no terminará con los problemas que el mundo digital hoy nos presenta. Ya contamos con datos sobre hábitos de uso de estos dispositivos, impacto en aprendizaje y sobre la ansiedad asociada a prescindir de ellos, pero sabemos poco del vínculo afectivo que jóvenes y niños establecen con estos, sobre el rol que tienen para su identidad, y sobre las subjetividades que se construyen y ponen en juego en su cotidianeidad digital.
La implementación de la ley llama a contar con una ‘línea de base’ que nos permita luego evaluar la efectividad de la medida en mejorar el bienestar y aprendizaje de los estudiantes, pero también necesitaremos indagar y comprender la vivencia de quienes comenzarán a experimentar esta restricción a partir del próximo año escolar. Si no entendemos esa trama, la prohibición corre el riesgo de ser una norma desnuda, alimentada por el temor y desconocimiento y podemos perder la oportunidad de abrir así un canal de comunicación, vital para todo intercambio verdaderamente educativo entre generaciones.
Como nos invita Nelson, a veces es una buena idea alejarnos del actual hábito de la paranoia y permitimos pensar otras narrativas para poder conversar sobre nuevos métodos que nos permitan tener hábitos saludables, democráticos y libres con las redes sociales, internet y las tecnologías.