
Durante siglos, los mineros bajaban con un canario a la mina. Si el pájaro dejaba de cantar, sabían que algo invisible y tóxico los amenazaba. En el complejo tablero del Medio Oriente, Israel ha cumplido históricamente ese rol de advertencia temprana: detecta amenazas que otros prefieren ignorar o minimizar. Su reciente ataque selectivo contra una instalación militar iraní no es una provocación gratuita, sino una señal clara de que hay límites que no pueden cruzarse sin consecuencias.
Mientras Washington y Teherán retoman conversaciones sobre el programa nuclear iraní, el régimen de los ayatolás acelera un proceso paralelo para abandonar el Tratado de No Proliferación Nuclear. Al mismo tiempo, aumenta su hostilidad contra Israel con ataques desde Siria, Irak y Líbano, todos dirigidos o auspiciados desde Teherán. Israel, rodeado de actores armados por Irán (entre ellos Hamás), no puede quedarse inmóvil esperando que la diplomacia —muchas veces ingenua— garantice su seguridad.
Lo que está en juego no es solo una amenaza directa a Israel, sino la posibilidad de una escalada regional con consecuencias globales. El mundo occidental ha mostrado una peligrosa tendencia a confiar en promesas de moderación que se desvanecen apenas se firman. Israel, en cambio, conoce la realidad de sus vecinos y entiende que su supervivencia depende de actuar a tiempo, incluso si eso implica incomodar a sus aliados.
Esta no sería la primera vez que Israel toma decisiones difíciles en soledad. Lo hizo en 1981 cuando destruyó el reactor nuclear Osirak en Irak. Lo repitió en 2007 en Siria. Ambas operaciones fueron duramente criticadas en su momento. Años después, la historia les dio la razón.
La acción israelí puede incomodar, pero responde a una lógica que excede lo militar: se inscribe en una estrategia de contención antes que de escalamiento. Desde la perspectiva israelí, permitir que Irán continúe avanzando en su programa nuclear sin obstáculos representa un riesgo inasumible, no solo para su seguridad nacional, sino para el equilibrio regional.
Más que un acto de guerra, el ataque puede entenderse como un mensaje de límites. Israel no pretende reemplazar la diplomacia, pero sí marcar con claridad aquello que considera intransable: su derecho a existir sin estar bajo amenaza permanente. Frente a un entorno donde las declaraciones muchas veces no se traducen en acciones concretas, esta decisión busca poner sobre la mesa una advertencia seria: hay contextos donde la disuasión no puede descansar únicamente en palabras…