Cuando era joven —finales de los ochenta— los críticos de cine se enzarzaban en debates encendidos para decidir si podía considerarse respetables a artesanos efectistas como Alan Parker o los hermanos Scott (Ridley y Tony). Algo parecido ocurrió poco después con Oliver Stone. La discusión no giraba solo en torno a su imaginería exagerada o a esa manía de filmar cualquier objeto como si estuviera a punto de vendernos un perfume caro; lo que inquietaba era la ritualización de la violencia, el sexo y la droga que atravesaba sus películas. Eran directores abiertamente progresistas —al menos en la superficie—, pero sus obras respiraban, de manera subterránea, un aroma neo-fascista: una estética que romantizaba la violencia y miraba con sospechosa nostalgia al hombre fuerte y su dominio sobre los débiles. En el fondo, la pregunta era si esos fuegos artificiales servían para denunciar el poder… o para adorarlo.
Esta prevención contra directores de indudable poder visual y capacidad narrativa nacía de un ambiente intelectual en el que todavía se podía acusar a un travelling de inmoral. Rivette lo hizo al hablar de Kapo (1960), una película que hoy parecería casi un milagro de contención y neutralidad. Era la época de Susan Sontag y su ensayo Fascinante fascismo, cuando denunciar la coartada estética —esa fascinación por la forma nazi— se consideraba una obligación ética.
Cuatro décadas después, esas prevenciones se han desvanecido por completo. Los hermanos Scott ocupan un lugar central en el canon (y es cierto que obras como Alien y Blade Runner justifican su permanencia). Alan Parker, aunque raramente reivindicado, es el padre consciente o inconsciente de gran parte del cine contemporáneo. La tolerancia que Tarantino convirtió en moneda corriente —la mezcla despreocupada de violencia estilizada, referencias pop y tono irónico— ha terminado por naturalizar una estética que antaño se sospechaba peligrosa. El problema es que, cuando el fascismo mismo vuelve a ser tema de elección, este cine “fascinantemente fascista”, a medio camino entre el mainstream y el cine arte, corre el riesgo de reproducir aquello que pretende denunciar: hace de la violencia un espectáculo y del autoritarismo un placer visual.
Vi Mussolini: El Hijo del Siglo en Mubi, el servicio de streaming de quienes presumen de amar el cine arte contemporáneo. Pero lo que encontré no tenía nada de misterioso, ambiguo, secreto o complejo. Una investigación histórica solvente y una actuación notable de su protagonista se ahogaban en una escenificación exagerada, ruidosa, bombástica y violenta hasta la banalidad. En medio de ese estrépito lo que menos terminaba por entenderse era, precisamente, en qué sentido Mussolini —el gran traidor, creador y destructor— era hijo de su siglo.
La serie quiere dejarnos claro, casi a gritos, que el fascismo es posible, probable, que vuelve o que nunca se fue. Quiere subrayar que es violento, machista, corrupto y vil. Pero no lo sugiere, lo machaca: lo repite y lo vuelve a repetir tantas veces que uno empieza a dudar si será tan así. O peor aún: empieza a sospechar que Mussolini es menos fascista que el propio dispositivo audiovisual que lo representa. Porque mientras Mussolini, el personaje histórico, apalea y traiciona para conquistar el poder, la serie parece disfrutarlo solo por el placer de exhibirlo. El director, los productores y el director de fotografía se regodean en corazones que estallan, peleas a bastonazos y crímenes de toda índole, acumulando litros de sangre sin que una sola gota manche de verdad el lente. El resultado no es una advertencia, sino un espectáculo: violencia convertida en virtud estética.
Es una pena, porque la serie se toma el trabajo de explicar parte del contexto político y asoma incluso al dilema humano que envuelve a su personaje casi exclusivo. Por momentos parece dispuesta a explorar el miedo, la traición, las dudas y los pactos que hicieron posible el fascismo. Pero enseguida parece temer aburrir —o quizá se aburre ella misma de contar— y vuelve a la tentación fácil: transformarse en un videoclip de death metal, un estallido de ruido y sangre que neutraliza la inteligencia de lo que acababa de insinuar.
Que esta forma de narrar sea hoy dominante no es casual: es hija de un mercado audiovisual que teme el silencio y la ambigüedad. Sorrentino y otros productores formados en el lenguaje del videoclip y la publicidad han aprendido que para retener a un espectador hiperestimulado hay que gritar más fuerte, filmar más cerca y derramar más sangre. Pero esa estrategia, al repetir los mecanismos de seducción del fascismo, termina pareciéndose demasiado a lo que dice combatir.