Secciones
Opinión

31 Minutos, sin moverse de su escritorio

Que este noticiero con títeres, que siempre se burló de las noticias, sea noticia, habla quizás de la naturaleza misma de esas noticias que giran desde hace años entre el apocalipsis y el freak show, entre la falsa seriedad de los candidatos y la falsa frivolidad de los matinales, en este ambiente de urgencia innecesaria donde todo se muestra pero nadie nos ve.

Que el Tiny Desk de 31 Minutos fuese un espectáculo impecable no podía ser para nadie una sorpresa. El equipo detrás del programa infantil más emblemático e internacional de la historia de Chile nos tiene acostumbrados a una mezcla de excelencia y magia, de sorpresa y solvencia, sin excepciones ni caídas. El amor con que hacen su trabajo solo tiene equivalente en el ingenio mordaz, cómplice e irónico con que siempre logran decir lo que otros callan y olvidan. En Washington estaban las visas de trabajo, la ilegalidad, la locura trumpista, todo sin subrayar, sin llorar, con la implacable seriedad del juego.

Lo que vivimos en estos días con 31 Minutos es algo más, sin embargo, que el placer de ver a unos compatriotas dando lecciones de estilo, excelencia, sobriedad e imaginación en el país de los Muppets. La intensidad de los comentarios, la cantidad de visualizaciones, el alcance de las reacciones —donde no se privaron de opinar todos los voceros políticos y sociólogos de fin de semana— habla de otra cosa más allá de la simple sorpresa, nada sorprendente, de que 31 Minutos haya conseguido de nuevo asombrarnos.

Que este noticiero con títeres, que siempre se burló de las noticias, sea noticia, habla quizás de la naturaleza misma de esas noticias que giran desde hace años entre el apocalipsis y el freak show, entre la falsa seriedad de los candidatos y la falsa frivolidad de los matinales, en este ambiente de urgencia innecesaria donde todo se muestra pero nadie nos ve. 31 Minutos, tierra de títeres que saben que lo son y de artistas que se arrodillan o acuestan en el suelo para animar a sus criaturas, resulta una especie de salvación entre todas las cabezas parlantes que ya no saben de qué hablan. Tulio no quiere ser bueno ni salvar a la patria, y Bodoque exhibe sus vicios sin pudor, pero el universo en que se desenvuelven no es el del castigo ni la crueldad permanente en que Milei canta Panic Show, entreteniendo a sus fanáticos con imágenes de bombardeos.

Los 31 Minutos se vistieron del escritorio donde tocaron para hacer visible el dónde y no el qué. Los únicos que violaron el código visual —en que el fondo es la forma— fueron los muñecos, quienes nos contaron cómo, después de ser la burla de los demás, consiguieron su lugar siendo de manera más resuelta y total ellos mismos.

31 Minutos consiguió ser parte del estrecho altar de los mitos y ritos en que todos los chilenos (y no pocos mexicanos) nos encontramos. El resto de esos símbolos —El derecho de vivir en paz, Gracias a la vida, El baile de los que sobran— nacen de los extremos: la Unidad Popular o la dictadura. 31 Minutos es, junto con la prosa poética de Lemebel, de lo poco mítico que se originó en los años de la Concertación.

Ofrece una imagen de un país pobre pero colorido, vivo y contradictorio, lejos tanto de la melancolía como de la resistencia. No odia a nada ni a nadie, pero tampoco perdona. Juega, reivindicando la voz de los niños que los padres peinan como quieren, o retan por lanzar la pelota al patio del lado, o tratan como idiotas porque hablan como tales, o bailan sin medida ante la mirada censora de los otros niños. Grandes pequeños dramas que una ternura irreversible acaba siempre por perdonar.

Nota personal

Álvaro Díaz y Pedro Peirano, los creadores de 31 Minutos, son dos de mis amigos más antiguos y persistentes. Hicimos televisión cuando ninguno de nosotros sabía nada. Peirano me enseñó a leer a Chesterton; con Díaz compartimos discos y cantantes hasta el día de hoy. El resto de la tribu de 31 Minutos también es parte de mi universo sentimental. Aunque nada tenga que ver con el programa, son mi familia.

Su triunfo, en el que tampoco tengo parte alguna, no puede dejar de sentirse como una reivindicación generacional. Álvaro y Pedro lucharon solos, contra los profesionales de la industria y las pastorales pasteurizadas de la televisión infantil. Su falta de cualquier beatería o solemnidad les permitió hacer música sin ser músicos, teatro sin los engolamientos existenciales del teatro, cine sin llamarlo ni “peli” ni “film”, y televisión sin focus group ni rating.

Lo que los guió fue algo mucho más simple y más verdadero: las comedias canadienses de la UCV, las películas que daban en la tarde los canales pobres, los Muppets, claro, pero también 60 Minutos en dictadura, con sus noticias de un país improbable que era —y no era— el nuestro.

31 Minutos es producto de toda esa basura llena de diamantes, unido a una capacidad encomiable para reunir talentos completamente distintos y distantes sin que haya más jerarquía que la de hacer el trabajo lo mejor posible. En ese sentido, para mí, que he sido testigo cercano de esta historia, es un ejemplo y un desafío constante. Algo que me obliga a dejar de llorar mi suerte y agradecer, justamente, esa suerte: la de haber visto cómo el talento no es otra cosa que una mezcla de intuición y paciencia a la que todos podemos acceder, si sabemos esperar sin desesperar, si sabemos adivinar sin querer acertar.

Notas relacionadas








Vuélveme a querer

Vuélveme a querer

El extraño caso de Cristian Castro es, finalmente, el de un artista que perdió el centro, vagó por los bordes y regresó sin pedir permiso. No volvió a través de un hit nuevo ni de una estrategia de marketing: lo hizo mediante algo más simple y más raro -una autenticidad torpe, luminosa e irresistible, respaldada por una carrera que, vista desde hoy, nunca dejó de importar.

Foto del Columnista Mauricio Jürgensen Mauricio Jürgensen