Hace tiempo que el gobierno no nos regalaba una de esas crisis ministeriales que son su especialidad: errores no forzados, autogoles perfectos, catástrofes sin enemigo visible que dejan a todos desconcertados y sin más respuesta que una disculpa tardía. Esta vez, el responsable fue el ministro Diego Pardow, que al menos tuvo la elegancia de no eternizarse en el cargo como otros colegas.
No se sabe hasta qué punto su salida se debió a una decisión del Presidente o a la indignación de la candidata oficialista, Jeannette Jara, que no podía sino sentirse traicionada al ver que su principal caballo de batalla —el presupuesto familiar, el costo de la vida, las cuentas que no cuadran ni aunque uno crea en los milagros— quedaba manchado por la liviandad con que, al parecer, se calculaban las tarifas eléctricas.
La culpa de este desaguisado no es, por cierto, exclusividad del ministro Pardow, pero sí es muy suya esa capacidad de convertir una buena noticia —la baja de las cuentas de la luz— en un escándalo. Un escándalo del que no supo salir a tiempo, también por esa mezcla de honestidad intelectual y soberbia académica que es la marca de fábrica de una generación de iluminados que, desde los think tanks más diversos, llegan a la política convencidos de que el mundo se gobierna con gráficos y papers.
Verdades a medias que en los seminarios suenan a evangelios, pero que en la vida real dejan frío al ciudadano común. Pardow, abogado que a veces parece economista, o economista que razona como abogado, dirigió uno de los laboratorios de ideas más influyentes de la centroizquierda: Espacio Público. Un centro animado por Eduardo Engel, que reunió a un grupo nutrido de profesionales brillantes, con carreras impecables y una fe absoluta en la razón técnica. Fue precisamente esa fe, más que cualquier cálculo político, la que los llevó a opinar sobre todo: de la desigualdad, del transporte, de la pandemia.
Así, sin haber estudiado ni biología ni medicina, se sintieron autorizados a dictar cátedra sobre epidemias y promovieron la idea de que Chile debía “hibernar” para salvar vidas. Una idea bienintencionada, pero también un ejemplo claro de la tentación tecnocrática de reemplazar la política por el Excel, el juicio moral por el cálculo y el riesgo por la simulación.
Aunque el gobierno de Sebastián Piñera solía burlarse de los informes de Espacio Público, estos tuvieron una enorme influencia sobre la opinión pública, hasta el punto de condicionar decisiones que llevaron al país a exagerar las medidas de prevención, destruyendo la educación y la salud mental de toda una generación. Por supuesto, errar es humano, y pensar implica justamente eso: buscar, proponer, equivocarse. Espacio Público, con Pardow al mando, no hizo nada reprochable. Muchas de sus ideas rezumaban lucidez y sentido común. Pero hay una diferencia entre iluminar y encandilar. No se le puede reprochar a los iluminados dar luz, pero sí vale la pena preguntarse quién paga la cuenta.
Se conmemoran este 18 de octubre seis años de aquel todavía misterioso incendio simultáneo de estaciones del Metro que encendió un movimiento social inédito, del que no hemos parado de hablar sin poder explicarlo del todo. Entre los muchos elementos que forman parte de ese cóctel conviene no pasar por alto la influencia de varios centros de pensamiento, think tanks o simples cadenas de WhatsApp que aportaron combustible intelectual a la fogata que se alojó en el centro de tantas plazas del país. Espacio Público fue, hay que decirlo, uno de los más sensatos. Otros, como la Fundación Sol, pasaron por alto matices para sostener con convicción casi religiosa que Chile era el país más desigual del mundo y que toda desigualdad era moralmente intolerable.
Muchos de esos diagnósticos contenían verdades, pero el cuadro completo resultó demasiado simple. Nació menos de la experiencia vivida que del deber ser aprendido en universidades del primer mundo. El Chile real y el Chile de la tesis se encontraron en una misma impaciencia: la de quienes creyeron que el país era una pizarra limpia sobre la que se podía ensayar cualquier teoría recién aprendida en el posgrado.
Los centros de pensamiento vieron en el proceso constituyente una tierra prometida de leche y miel. Como Moisés, pudieron contemplarla desde lejos, pero no pisarla. Chile se resistió a ser un corpus y, menos aún, un conejillo de indias. El rechazo de septiembre condenó a la centroizquierda a un purgatorio prolongado y arrastró consigo a la vieja derecha. La nueva derecha, en cambio, convenció y convence justamente por su antiintelectualismo militante: en sus centros de pensamiento se escribe y se polemiza, pero se piensa poco. Su proyecto se basa en quitar, en restar, no en añadir.
Los centros de pensamiento —o los grupos de profesionales que ejercen de tales— no tienen culpa de hacer lo que saben hacer: pensar, o jugar a que piensan. Pero tampoco pueden ignorar que, en el curioso esquema de las redes sociales, algunas de sus ideas, convertidas en titulares rutilantes, terminan alimentando una militancia inorgánica e incendiaria basada en la pura impugnación.
Pardow, al menos, tuvo la valentía y la honestidad intelectual de pasar al otro lado del mesón y hacer política en vez de comentarla desde las alturas —muy relativas— de la academia. Le fue como le fue. Lo contrataron por su perfil técnico, confiable, informado, trabajador, sistemático. Y fue ese perfil el que selló su final. Errores técnicos tanto mayores que los suyos no le costaron el cargo a otros ministros. Pero los iluminados, como las ampolletas, cuando se queman no pueden repararse en el camino. Solo otra ampolleta nueva puede reemplazarlas.