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Nuestro sistema electoral no da para más

No podemos seguir parchando año tras año el sistema electoral y político. No da para más. Requiere una pausa, un rediseño y un mínimo de honestidad institucional.

Está en su límite, tensionando la política hasta volver irreconocibles el diálogo, los acuerdos y la noción misma de mayorías. Durante décadas se introdujeron reformas que prometían modernizarlo, pero ninguna logró resolver el problema de fondo. Porque aunque insistamos en vestirlo de tecnicismos, lo que tenemos al frente no es un asunto técnico: es sociológico. Es estructural.

Con voto voluntario o voto obligatorio, el quiebre estaba anunciado. Bastaba revisar las decisiones ciudadanas entre 1989 y 2013, y luego observar lo ocurrido desde 2017. Dos sistemas, dos formas de votar, dos países superpuestos: uno nacido de la transición, orientado a acuerdos y crecimiento; y otro marcado por el desencanto, la fragmentación y una rabia contenida que ya dejó de disimularse.

Hoy el sistema arrastra fallas que ya no se pueden ignorar. El método D’Hondt, presentado como la gran fórmula de representación proporcional, funciona realmente solo en distritos grandes -esos donde se eligen cinco, seis o más parlamentarios-. En todos los demás, lo que produce es una mayoría encubierta disfrazada de proporcionalidad. La promesa del pluralismo quedó a medio camino. Y esa mezcla entre proporcionalidad imperfecta y mayorías maquilladas termina distorsionando el mapa político: en los distritos grandes ingresan fuerzas minoritarias, mientras en las circunscripciones o distritos que eligen dos o tres escaños desaparecen por completo. Un sistema que fracasa en su propio diseño, al dar representación a fuerzas minoritarias, pero con un poder tremendo a la hora de votar las leyes.

A ello se suma un problema aún más corrosivo: la ausencia total de responsabilidad política en el Congreso. Hoy no existen reglas claras para sancionar a quienes presentan proyectos abiertamente inconstitucionales, ni para quienes migran entre partidos y bancadas según la conveniencia del día. Se legisla sin consecuencias, se argumenta sin rigor y se negocia sin pudor. Las noticias y cálculos electorales después del 16 de noviembre lo demostraron con suficiencia: anuncios de alianzas improvisadas, cambios de partido y reordenamientos de comités, todos dictados por la inercia del próximo ciclo. Política líquida, sin costos.

Tampoco puede ignorarse el absurdo crecimiento de partidos. La última reforma política creyó, con fe admirable aunque ingenua, que el sistema proporcional sería capaz de sostener la proliferación de nuevas colectividades. La realidad fue menos optimista: hoy abundan partidos utilitaristas, sin proyecto y sin historia, creados más por conveniencia electoral que por necesidad política. Y, con absoluto respeto, cuesta imaginar que exista alguna posición, identidad o propósito que no pueda caber dentro de los más de veinte partidos actualmente vigentes.

En paralelo, las candidaturas independientes crecen sin exigencias institucionales ni responsabilidad política. Se transforman en proyectos personales legitimados por lógicas de representación que no exigen mayorías, estructura ni rendición de cuentas. Es la política sin política: liderazgo sin partido y representación sin pertenencia. No basta con aumentar patrocinios -lo cual es apenas lo básico-; se necesitan criterios de territorialidad, como exigir porcentajes mínimos en distintas regiones o comunas, siguiendo modelos comparados como el mexicano, donde se demanda apoyo distribuido en más de la mitad de las entidades federativas para ser candidato independiente a la presidencia, por ejemplo.

A todo esto se suma un último ingrediente que termina por asfixiar el sistema: un calendario electoral que no da respiro. La sucesión interminable de elecciones -cuatro cargos un año, o dos o tres al siguiente- ha instalado una campaña permanente con un descanso simbólico de apenas tres años. Un país en modo electoral eterno es un país que no puede gobernarse. Es urgente adoptar una lógica de elecciones de medio tiempo que despolarice el ambiente y ordene las reglas del juego.

En síntesis, no podemos seguir parchando año tras año el sistema electoral y político. No da para más. Requiere una pausa, un rediseño y un mínimo de honestidad institucional. La próxima legislatura será quizás la última oportunidad para corregir un modelo que ya no resiste nuestra realidad. De lo contrario, los males actuales de la política serán solo la antesala de un escenario aún más crítico.

Y cuando eso ocurra, no podremos decir que no lo vimos venir.

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